La basura no es sino una metáfora. Pero, ¿qué puede representar una metáfora que huele a podredumbre?
Febrero de 2020: un vertedero se derrumba y dos trabajadores quedan sepultados en Zaldibar (Bizkaia). Llámese destino, fatalidad o, simplemente, mala suerte, la palabra elegida para designar los hechos enmascara y oculta casi siempre una responsabilidad. Lo que para algunos es una desgracia, no es para otros más que un lamentable accidente.
Marzo de 2020: llega el covid. Una periodista de radio de salud frágil tratará de dar voz al derrumbe, debatiéndose entre la verdad, los hechos y el relato… ¿Puede canalizarse el dolor en un mundo paralizado por la pandemia?
¿Cómo dará sentido a su trabajo el bailarín que conserva intactas las ganas de subirse al escenario cuando el absurdo ha hecho saltar por los aires las bases que han regido durante décadas la sociedad?
¿Sobrevivirá la enfermera que intenta desempeñar su labor lo mejor posible dadas las circunstancias?
Mientras tanto, la hija que perdió a su padre y la mujer que perdió a su compañero esperan a que los servicios de rescate encuentren el cadáver sepultado durante días, semanas, meses…
Aquello que a falta de una palabra mejor hemos denominado “catástrofe” los ha puesto a todos entre la espada y la pared, creyendo que, tras un acontecimiento de tamaña magnitud, nada peor puede pasarles.
Las pantallas han sustituido a las palabras y la basura se ha convertido en nuestra seña de identidad. Cada semana, alguien muere en su puesto de trabajo. Un trabajador. Una trabajadora. Todas las semanas.
Febrero de 2022… Rebuscando entre la enorme montaña de escombros, solamente hemos encontrado signos de interrogación que utilizamos en esta obra para balizar el camino. También la intuición de que hay que amar a la vida por lo que es, incondicionalmente, más allá de su misión y de su sentido.
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